Para muchos la lluvia resulta algo espeluznante. Desde pequeños nos han dicho que la lluvia es “mala”. Recuerdo mis años en preescolar, ver correr a mis profesoras ante la caída de los primeros goterones, gritando y anunciando la llegada de ese monstruo, la lluvia. Esa época en la que no sentía frío, calor, hambre, sueño, ni ganas de ir al baño. Recuerdo que vivía en un sueño, vivíamos envueltos en los efectos de nuestras sensaciones, cada cosa era motivo de sorpresa, cada cosa era enorme, gigantesca, nueva, y en esa medida ¡alucinante! 
Pasó Noviembre, ese mes frío y lluvioso que en mi ciudad resulta problemático para muchos. Las malas noticias y los desastres brotan y caen como el agua de las nubes negras cargadas de tantas otras cosas que algún día me gustaría explorar en carne propia. Me pregunto, ¿cómo se verá la lluvia desde las nubes? Recuerdo, también, aquel mes de julio hace ya veintitrés años o más. Nos habían regalado impermeables a mi y a mis primos, y esperábamos la lluvia con ansias para estrenarlos y salir a disfrutar sin mojarnos. Recuerdo (y aprendí rápidamente para el esto de mi vida) que en Julio no llueve por aquí. Al contrario, hace mucho calor. Pasábamos envueltos en ese material grueso, cauchoso y poco respirable del impermeable, al ritmo de los niños en el campo que no paran. Recuerdo su olor y con él, el sudor cayendo por mi frente.
Yo disfruto de la lluvia, en el campo más que en la ciudad y hace 23 (o más) años más que ahora. Pero me gusta. Pasó Noviembre cargado de agua y lo vi desde mi ventana.
Noviembre
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